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Tuve la oportunidad, como parlamentario cana-
diense, de dirigirme al Congreso sueco durante la
celebración del centenario del nacimiento de Wa-
llenberg en 2012, donde presencié una exhibición
internacional titulada con las inmortales palabras
del propio Wallenberg: “Para mí, no había otra op-
ción”
Esta frase refleja su singular coraje y compro-
miso, que encarna el principio talmúdico de que “si
salvas una sola vida, es como si hubieras salvado
un universo entero”.
Mediante la distribución de schutzpasses (pasa-
portes diplomáticos que confieren inmunidad) y el
establecimiento de casas de seguridad que confie-
ren santuario diplomático, a Wallenberg se le atri-
buye haber salvado a 50.000 judíos solo por estos
medios.
Sus hazañas afirmaron y validaron el principio
de la inmunidad diplomática, el recurso de la pro-
tección diplomática, principio fundacional del de-
recho internacional y modelo de la capacidad
diplomática para salvar vidas.
En pocas palabras, la asistencia consular o di-
plomática no debe verse como una cuestión de
“discreción”, sino como una obligación legal.
Con su protección y rescate de civiles en medio
de los horrores del Holocausto, de las marchas de
la muerte y los traslados a los campos de extermi-
nio camino a Auschwitz, manifestó lo mejor de lo
que hoy llamamos derecho internacional humani-
tario.
Con su organización de hospitales, comedores
populares y orfanatos, los elementos básicos de la
asistencia humanitaria internacional que propor-
cionó a mujeres, niños, enfermos y ancianos una
apariencia de dignidad frente al peor de todos los
horrores y males, Wallenberg encarnó lo mejor de
lo que hoy llamamos intervención humanitaria in-
ternacional.
Al salvar a los judíos de deportación, muerte y
atrocidades, simbolizó lo que hoy llamamos la doc-
trina de la Responsabilidad de Proteger.
El último rescate de Wallenberg fue quizás el
más memorable.
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