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l vino fluía y se escuchaban palabras de la Torá
cuando la comunidad judía de Ratzfert (Újfe-
Ehértó), Hungría, se reunió para dar la bienvenida
a su nuevo líder, el rabino Naftali Hertz Halevi.
El ambiente era de júbilo. Se sirvieron pescados, car-
nes y los vinos más selectos.
De repente, un grito estalló en una de las mesas.
“¡Iain nesej!” (lit., “vino vertido” se refiere al vino que
se vertía al servicio de la idolatría. La Torá prohíbe beber
u obtener algún beneficio de dicho vino. Stam ieinam se
refiere al vino que podría haber sido servido para un ser-
vicio idólatra, pero no vimos que sucediera).
La voz solitaria pronto se convirtió en un estruendo.
Al pasar la botella en cuestión, se hizo evidente que
había una cruz ilustrada en la etiqueta, lo que indicaba
que el vino había sido elaborado en una bodega no judía,
por lo que no era apto para su uso.
La botella llegó hasta Rabi Iejezkel Shraga de Shi-
neve, hijo mayor del santo Rabi Jaim Halberstam de
Tzanz, y querido amigo del nuevo rabino.
Mientras lo inspeccionaba, una leve sonrisa cruzó sus
labios. Esta sorprendente reacción calmó la conmoción.
Todos esperaron que el sabio visitante se explicara.
Cuando la habitación quedó en silencio, el rabino co-
menzó a contar una historia:
Hace años, en uno de los barrios exclusivos de Varso-
via, vivía una viuda rica llamada Paula Zimorsky. Entre
los muchos bienes que le dejó su difunto esposo se en-
contraba una gran bodega.
Cuando un comerciante judío llegó un día a su pro-
piedad, le arrojaron una piedra a la cabeza.
Miró a su alrededor y notó a un niño con una sonrisa
cruel que se asomaba detrás de los arbustos. Era el hijo
de la viuda.
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