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Shifra, mi querida,
mi hermana en la misión,
Tu en Chacarita, y yo en Mar del Plata,
Un poco distante geográficamente pero cercanas en el corazón.
¿Cómo puede ser que te hayas ido así?
Contigo no hacían falta muchas palabras.
Bastaba una mirada.
Nos entendíamos desde lo más hondo-
dos israelíes en tierras lejanas,
unidas por propósito, por fe,
por tanto en común.
Recuerdo cómo siempre estabas
en mis momentos de empalme, en las encrucijadas de esta misión.
Con esa mirada tuya, sabia,
con palabras precisas como plegarias.
Eras luz, faro, guía.
Y en cada rol que asumías -madre, líder, amiga-
brillabas con una perfección humilde,
llena de gracia.
Tu amor por cada Iehudí era infinito. No importaba quién fuera
ni de dónde viniera,
tu corazón se abría con la misma calidez y compasión.
Cada conversación contigo era un recordatorio de que cada alma
tiene un propósito, y tú te entregabas por completo a ayudar a cada uno
a encontrar y cumplir el suyo.
Tu dedicación no conocía límites.
En cada situación, por más pequeña que fuera, encontrabas
una oportunidad para enseñar, para guiar, para elevar.
Recuerdo también cuánto te dolía
la enfermedad de mi Menajem Mendel.
Nunca pudiste resignarte a su parálisis cerebral tan severa,
y hablábamos, intentábamos entender,
que cada alma tiene su misión, su camino.
Y el último sábado por la noche…
aún no sabía que sería el último tuyo en este mundo.
Fui a verte al hospital.
Volvimos a hablar de eso:
de tu enfermedad, del misterio profundo
del viaje de cada alma.
Sonreíste apenas, y dijiste:
“Al menos ya no te asustan estos tubos…”
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