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ací en la ciudad de Piestany, Checoslovaquia,
donde el rabino local era mi padre, Rabi Isajar
NShlomo. En 1938, después de que Eslovaquia se se-
parara como estado autónomo —con el apoyo de los nazis—
y comenzara a promulgar medidas antisemitas, mi padre
decidió enviarme al exterior.
Tenía dieciséis años en ese momento, pasé un año en la
Ieshivá Eitz Jaim en las afueras de Amberes, y luego tuve
que escapar nuevamente cuando los alemanes invadieron
Bélgica.
Finalmente, encontré refugio en Vichy, Francia, con el
rabino Shneur Zalman Schneerson, un primo del Rebe. Yo
formaba parte de un grupo de 20 muchachos, a quienes
cuidó, tanto material como espiritualmente, durante aque-
llos terribles años de guerra.
Durante ese tiempo, también conocí al rabino Shmuel
Iaakov Rubinstein, un destacado rabino de París que cono-
ció al Rebe mientras vivía allí. Fue de él que escuché la si-
guiente historia:
Antes de Sucot de 1940, el Rebe se dirigió al rabino Ru-
binstein con una pregunta: ¿Cuánto se le permite a un judío
poner en peligro su vida para cumplir un mandamiento be-
hidur, de una manera especial y mejorada?
Los dos discutieron las diversas consideraciones haláji-
cas por un tiempo, y poco después el Rebe desapareció por
varios días.
Cuando el rabino Rubinstein volvió a ver al Rebe, su ros-
tro estaba radiante. Sostenía dos hermosos Etroguim cala-
breses, uno de los cuales le dio al rabino Rubinstein.
A pesar de la guerra, el Rebe logró viajar a la Italia fas-
cista y consiguió dos Etroguim de la región de Calabria, que
son los preferidos por la costumbre de Jabad.
Los caminos, y especialmente los cruces fronterizos, eran
bastante peligrosos, sobre todo para alguien que no ocul-
taba su apariencia judía, pero el Rebe arriesgó su vida por
esos Etroguim.
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