Un relato de dos amores

En las enseñanzas de la Kabalá, Sarai y Hagar nos sirven como metáfora de dos modelos de vida.
Sarai, la princesa, representa una vida que vive para sí misma, mientras Hagar, la sirvienta, se inviste en una vida que vive por las recompensas y beneficios que vienen con ella. Sarai vive para vivir, Hagar vive para ganar. Esto no es ni bueno ni malo; son simplemente dos aspectos integrales diferentes de la condición humana.

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Una nación de estrellas luminosas

Esto es de hecho, lo que Di-s quiso decir cuando le dijo a Abraham: «Mira al cielo y cuenta las estrellas…ve si puedes contarlas». Y Él le dijo a Abraham: «tan (numerosos) serán tus hijos».

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La fuerza de una palabra

Un hombre, Jasid de Belz y su esposa, recientemente habían dado a luz a su primer hijo –luego de veintiocho años de casados. El Shalom Zajar (festejo que se realiza el primer viernes de noche del bebé) era el evento del año. Más de mil personas se acercaron para desear Mazal Tov al padre.

La provisión de alimento se agotó rápidamente al igual que la bebida, pero a nadie parecía importarle. En medio de la celebración, la
multitud se tranquilizó cuando el padre indicó que le gustaría decir unas palabras. “Morai VeRabotai”, “gracias por venir y compartir nuestra alegría. Aunque no tengo más comida para ofrecerles, permítanme contarles una historia que estoy seguro que apreciarán.”

El extasiado padre se serenó y continuó. “Cuando era un joven que estudiaba en la Ieshivá de Belz, había una mujer de limpieza que venía todos los días a baldear y refregar el Bet Midrash y los cuartos contiguos. Ella dedicó su vida a mantener el edificio de la Ieshivá en condiciones. Sin embargo, no era una persona próspera y no tenía opción respecto a permanecer en casa y cuidar de sus hijos.

Decidió entonces traer a sus niños con ella al trabajo, y mientras limpiaba ybpasaba el lampazo en una zona del edificio, los niños corrían frenéticamente, gritando, y causando una gran conmoción en el resto del edificio de la Ieshivá.
Al principio lo soportábamos. Pero luego, los niños provocaban una molestia en el estudio. Intentábamos controlarlos tanto como podíamos, pero no nos escuchaban y continuaban con sus juegos de niños y el molesto ruido.

Cierta vez, un grupo de jóvenes me pidió, dado que era el más grande de mi clase, que le pidiera a la señora que no trajera más a sus niños a la Ieshivá. “Estuve de acuerdo en hablarle y cínicamente me acerqué a ella y le dije que sus niños estaban molestando a todos en
la Ieshivá y que debía encontrar algún método alternativo para cuidarlos. Nunca olvidaré la forma en que me miró con sus
ojos cansados y dijo: “Bajur, nunca deberías tener “tzaar gidul banim” (pena y angustia por la que uno pasa al criar a los hijos).
La multitud soltó un grito ahogado.
“Como muchos de ustedes saben”, continuó el padre, “mi esposa y yo hemos ido a incontables doctores, que nos recomendaron todo tipo de tratamientos. Nos mudamos al exterior durante un tiempo para estar cerca de un “experto” que demostró ser infructuoso. Se nos ofreció un último tratamiento extremo y luego de intentarlo, demostró ser una fantasía. Nos sentimos sentenciados a una vida que carecería del placer
de tener descendencia.

“Luego de ese último intento, cuando retornábamos al departamento en el que habíamos vivido por los últimos veintiocho años,
nuestra triste situación nos golpeó con furia, como toneladas de ladrillos.
Juntos, nos pusimos a llorar y pedimos que se nos perdone. Pasé horas en el teléfono hasta que obtuve una dirección a la que fui inmediatamente. Obviamente ella no me reconoció, pero cuando le conté la historia, apareció una chispa en sus ojos. Con lágrimas
me disculpé por mis duras palabras y ella me disculpó con todo su corazón”‐
Sonriendo ampliamente, el padre anunció: “¡Rabotai, eso ocurrió hace exactamente nueve meses atrás!