Un jasid de Lubavitch, de una pequeña localidad de Canadá deseaba abrir allí un Centro de Jabad,. Miró en la guía telefónica para buscar apellidos que suenen Judíos, ya que ésta era una buena fórmula para conocer a los iehudim del lugar;. anotó algunas direcciones y comenzó su insólito paseo.
El Rabino golpeó la puerta de la familia Katz y, cuando fue invitado a pasar, se sorprendió al ver una enorme fotografía del Rebe que colgaba prominentemente en la entrada.
“¿Qué es esto?” preguntó apuntando a la foto.
“Es la foto de mi Rebe”, le explicó el Sr. Katz.
“No entiendo… me refiero, cómo usted…” balbuceó el jasid.
El Sr. Katz le pidió al Rabino que se sentara y le relató la siguiente historia;
“Yo viajo frecuentemente por negocios. En uno de estos viajes a New York, un amable hombre se sentó junto a mí en el avión. Comenzamos a hablar y el tiempo pasó rápidamente. Él sacó fotos de sus nietos.
Nu, ¿tienes algunas fotos de tus hijos contigo? me preguntó inocentemente.
Inmediatamente mi ánimo cambió. Con un dejo de amargura dije:
En realidad, toda mi fortuna y mi éxito no me producen felicidad, pues no tengo hijos le confesé.
El hombre sintió mi dolor y me dijo. “Cuando llegues a New York, visita al Lubavitcher Rebe. Él puede ayudarte. Aquí tienes la dirección”.
No quería tomar la tarjeta pues no tenía intención de visitar al Rebe. Si el mejor médico no pudo ayudarnos, ¿cómo podría el Rebe? Traté de olvidar nuestra conversación.
Cuando finalicé mi tarea en New York y llegué al aeropuerto, me encontré con que mi avión tenía una demora de cinco horas. Mi primer pensamiento fue de ir a ver al Rebe. Finalmente, me decidí y fui.
Llegué a la oficina del Rebe y solicité una entrevista. Me dijeron: En tres meses tendrá una audiencia privada con el Rebe.
¿Qué?, dije sorprendido. Solo estaré otras cuatro horas aquí. Debo verlo ahora. El secretario me respondió que era totalmente imposible. Había una larga lista de gente para ver al Rebe. Todas mis súplicas no ayudaron. Me sentí triste y mi único consuelo fue que seguramente el Rebe, de todas maneras, no podría ayudarme.
Al retirarme, un estudiante de leshivá se me acercó. Él había escuchado toda la conversación y me dijo: “Le aconsejo que aguarde aquí cerca de la oficina del Rebe. Dentro de media hora, él va a salir para ir a la sinagoga. Espérelo y cuéntele su problema”.
Agradecí al joven con todo mi corazón. Esperé al Rebe nervioso. Cuando finalmente salió, mi coraje me abandonó y permanecí allí, mudo. El Rebe, como sintiendo mi dolor, se dio vuelta, me sonrió y me invitó a entrar a su habitación.
¿En qué puedo ayudarlo?, me preguntó amablemente. Mi coraje retornó y le relaté acerca de nuestro problema.
Pero, ¿qué desea usted de mí?, preguntó el Rebe. ¿Si los doctores no pueden ayudarlo, usted cree que yo sí pueda?.
Inmediatamente, repliqué, ¡Rebe, si yo no confiase en que usted puede ayudarme, no estaría aquí!.
Si es así, dijo el Rebe, cómprese un par de Tefilin que estén excepcionalmente escritos, colóqueselos todos los días y observe la Mitzvá de “Y las atarás como señal sobre tu mano y serán como frontales entre tus ojos”. Entonces, seguramente, se cumplirá el resto del versículo: “Y las enseñarás a tus hijos”.
Dejé la habitación del Rebe eufórico. Encontré dónde comprar los Tefilin, y desde aquel día, me los he colocado cada día de semana.
Así el Sr. Katz terminó su historia. Pero el Rabino tenía una pregunta. “Pero… ¿han tenido hijos?”.
En lugar de contestar, el Sr. Katz llamó: “Menajem, Shalom, losef, Shmuel, Dov, Shneur, vengan por favor!”.
Seis hermosos niños entraron rápidamente a la habitación y dijeron: “Sí padre, ¿qué deseas?”.