¿Si Di-s se me hubiera revelado y me habría ordenado que sacrificara a mi único hijo, lo obedecería?
El fundador del movimiento Jasídico Jabad, Rabi Schneur Zalman de Liadi, relató una vez:
En Mezeritch, era sumamente difícil ser aceptado como un discípulo de nuestro maestro, Rabi DovBer. Había un grupo de Jasidim que, no habiendo merecido aprender directamente de nuestro maestro, querían servir a sus alumnos: traerles agua para lavar sus manos al despertarse, barrer el suelo del vestíbulo del estudio, encender las estufas durante los meses invernales, etc. Eran conocidos como “los fogoneros de las estufas.”
Una noche invernal, cuando me acostaba en un banco en el vestíbulo del estudio, oí por casualidad una conversación entre tres de los “fogoneros”. “¿Qué hay de especial en la prueba del Akeida?, uno preguntó. “¿Si Di-s se me hubiera revelado a mí y me habría ordenado que sacrificara a mi único hijo, no obedecería?”
Contestando su propia pregunta, él dijo: “Si Di-s me dijera que sacrificara a mi único hijo, yo tardaría algún tiempo, para tenerlo conmigo durante unos días más. La grandeza de Abraham consistió en que él se levantó temprano por la mañana para cumplir la orden Divina inmediatamente.”
El segundo dijo: “Si Di-s me dijera que sacrificara a mi único hijo, yo tampoco dejaría pasar ni un momento para llevar a cabo Su orden. Pero lo haría con un corazón pesado. La grandeza de Abraham fue que él fue a la Akeida con el corazón lleno de alegría por la oportunidad de cumplir la Voluntad de Di-s.”
El tercero agregó: “Yo, también llevaría a cabo el mandato de Di-s con alegría. Pero pienso que la singularidad de Abraham reside en su reacción al saber que se trataba de una prueba. Cuando Di-s le ordenó, “no toques al niño, y no le hagas nada” Abraham estaba alborozado –no porque su único hijo no moriría, sino porque estaba dándosele la oportunidad de llevar a cabo otra orden de Di-s
Rabi Schneur Zalman concluyó: “¿Piensan que esto se trataba de una mera charla?.Cada uno de ellos estaba describiendo el grado de autosacrificio que había logrado en su servicio al Omnipotente.”
Esta pregunta ( que es la que la separa la Akeida de los otros innumerables casos de martirio humano y autosacrificio) es tratada por casi todos los comentarios y expositores de la Torá.
Pues la “Akedat Itzjak” ha venido a representar el punto máximo en la devoción del judío a Di-s. Todas las mañanas, comenzamos nuestras oraciones leyendo la historia de la Torá de la Akeida y decimos: “¡Amo del Universo! Así como Abraham nuestro padre suprimió su compasión por su único hijo para hacer Tu mandato con un corazón pleno, de la misma forma que pueda Tu compasión suprimir Tu ira contra nosotros, y pueda Tu misericordia prevalecer encima de Tus atributos de justicia estricta.”
Y en Rosh Hashaná, cuando el mundo tiembla en el juicio ante Di-s, evocamos la Akedat Itzjak haciendo sonar el cuerno de un carnero (recordativo del carnero que reemplazó a Itzjak como ofrenda) como para decir: Si no tenemos otro mérito, recuerda cómo el primer judío incluyó a las generaciones subsiguientes de judíos en un convenio de autosacrificio a Ti.
Obviamente, la prueba suprema de fe de una persona es sacrificar su propia existencia por su causa. ¿Pero por qué es tan único el sacrificio de Abraham? ¿Millones de judíos no han dado sus vidas en lugar de renunciar a su Pacto con el Omnipotente?
Se podría explicar que la buena disposición para sacrificar a su hijo es una demostración mucho mayor de fe que entregar la propia vida. Pero en esto, también, Abraham no fue único. A través de las generaciones, los judíos han animado a sus hijos a marchar a la muerte en lugar de violar su fe. Típica es la historia de “Jana y sus siete hijos” quién, viendo a sus siete niños torturados hasta la muerte en lugar de inclinarse ante un ídolo griego, proclamó: “¡Hijos míos! Vayan a Abraham su padre y díganle: Tu sólo ofreciste un hijo en el altar, y yo he entregado siete…”
Además, mientras que Abraham estuvo preparado para sacrificar a su hijo, en las miles de Akeidot a lo largo de la historia, los judíos dejaron sus vidas y las vidas de familias enteras. Y, a diferencia de Abraham, Di-s no les había hablado directamente y había pedido su sacrificio; sus hechos estaban basados en sus propias convicciones y en la fuerza de su compromiso a un invisible, y a menudo, huidizo Di-s. Y muchos dieron sus vidas en lugar de violar un principio relativamente menor de su fe, incluso en casos en que la Torá no le exige al judío que lo haga.
No obstante, cuando el Abravanel (vivió fines de siglo XV)escribe en su comentario al Génesis, que la Akedat Itzjak “está por siempre en nuestros labios, en nuestras oraciones… Pues en ella reside la fuerza de Israel y su mérito queda ante su Padre Celestial…” ¿Por qué? ¿Qué hay sobre los miles que hicieron el máximo sacrificio reiterando nuestra lealtad a Di-s?
La misma pregunta puede hacerse con respecto al propio Abraham. La Akeida fue la décima y última “prueba” en la vida de Abraham. En su primera prueba de fe, Abraham fue lanzado a un horno ardiente por su negativa de reconocer al ídolo de su nativo Ur Casdim, el emperador Nimrod, y continuó con su compromiso de enseñar la verdad al mundo, de un Di-s no- corpóreo y omnipotente. Todo esto antes de que Di-s se le revelara y lo escogiera a él y a sus descendientes para servir como una “una luz hacia las naciones” y ser los proveedores de Su palabra a la humanidad.
Este temprano acto de autosacrificio parece, en un cierto aspecto, ser aún mayor que el último. Un hombre solo viene a reconocer la verdad y se consagra a su diseminación- a la magnitud que incluso sacrificará su propia vida con este fin. Todos esto sin una orden o señal de Arriba.
Y sin embargo, Akedat Itzjak es considerada la prueba más importante de la fe de Abraham.
El Talmud pregunta: ¿Por qué Di-s, al ordenarle a Abraham la Akeida, le dice: “Por favor, toma a tu hijo”? La Respuesta del Talmud: “Di-s Le dijo a Abraham: ” Yo te He examinado con muchas pruebas y has sobrellevado todas. Ahora, te pido, por favor, resiste esta prueba para Mí, para que ellos no digan que las anteriores no poseían sustancia ”” (Talmud, Sanhedrin 89b).
De nuevo nos preguntamos: Concediendo que la Akeida fue la prueba más exigente de todas, ¿por qué las otras carecen “de sustancia” sin ella?
Los Maestros Jasídicos explican la importancia de la Akeida con una metáfora:
Había una vez un desierto indomado. Ningún sendero penetraba su maleza espesa, no había un mapa trazando su terreno prohibitivo. Pero un día vino un hombre que logró lo imposible: abrió un camino a través de esta tierra inexpugnable.
Muchos siguieron sus pasos. Continuaba siendo un viaje difícil, pero tenían sus mapas para consultar. Durante años, hubo algunos que hicieron el viaje bajo condiciones de prueba más difíciles que las que había desafiado al primer pionero: mientras que él había hecho su trabajo en pleno día, ellos lo hicieron de noche; mientras que él tenía sólo su determinación como compañía, ellos hicieron el viaje bajo cargas pesadas. Pero todos estaban en deuda con él. De hecho, podría decirse que todos sus logros son extensiones de su propio gran hecho.
Abraham fue el pionero del autosacrificio. Antes de Abraham, el ego era el territorio inviolable. El hombre podría iluminar las prioridades del ego, incluso podía ensancharlo y sublimarlo, pero no podía reemplazarlo. De hecho, ¿cómo podría? Como una criatura de libre albedrío, cada acto del hombre proviene de su interior: cada hecho tiene un motivo (consciente o no), y cada motivo tiene una razón- una razón de por qué es beneficiosa para su propia existencia. ¿Cómo podía motivarse para aniquilar su propio ego? El instinto de conservar y reforzar el propio ego es la fuente y objetivo de cada paso y deseo de la criatura -el hombre no podría trascender más que alzándose, tirando del pelo de su propia cabeza.
Abraham hizo lo imposible. Sacrificó su ego por causa de algo que va más allá del alcance de la más trascendente de las identidades. Si él no lo hubiera hecho, ningún otro acto de autosacrificio– anterior o subsiguiente, propio o de sus descendientes- podría presumirse de ser nada más que un producto del ego. Pero cuando Abraham ató a Itzjak en el altar, la voz celestial proclamó: “Ahora Yo sé que eres temeroso de Di-s. Ahora sé que el mandato de Di-s reemplaza tus más básicos instintos. Ahora sé que todos tus actos, incluso aquellos que podrían explicarse como auto-motivados, son, en esencia, manejados por el deseo de servir a tu Creador. Ahora sé que tu vida entera fue de verdad”.
Cuando hablamos de la Akeida, también hablamos de aquellos que siguieron el camino de este gran hecho. De los miles y miles que murieron por el credo de Abraham, de los millones que vivieron por su causa. Sus sacrificios, grandes y pequeños,
cataclismos y cotidianos, pueden, en la superficie parecer consecuencia de sus creencias y aspiraciones personales: loable y extraordinario, pero sólo la realización de la identidad de una alma individual. Pero la Akeida les reveló ser mucho más que eso.
Pues Abraham dejó a sus descendientes la esencia del judaísmo: que en el centro de su esencia reside el compromiso de uno con el Creador. Y que, finalmente, cada elección y el acto personal es una expresión de esa “chispa de Divinidad” que hay dentro de él.