Di-s habló a Moshé, diciendo: “A estos se repartirá la tierra… A los más numerosos aumentaréis su hacienda, y a los menos disminuirás su hacienda; a cada cual según su número se dará su hacienda… No obstante, la tierra será dividida por sorteo… Por decreto del sorteo se dividirá cada hacienda [tribal], sean muchos o pocos.” Números 26:52-56
“Afortunados somos: cuán buena es nuestra porción, cuán dulce nuestro sorteo, y cuán hermosa nuestra herencia.” – De las Plegarias Matutinas
Nosotros, los seres humanos -al menos los organizados- nos enorgullecemos por la medida de control que ejercemos sobre nuestras vidas. Planificamos nuestra educación, decidimos con quién casarnos, escogemos una comunidad, proyectamos una carrera, y ahorramos para cuando nos jubilemos. Tomamos crédito por nuestros logros y asumimos responsabilidad por nuestros fracasos. La vida, insistimos, es una cuestión recíproca, en la que cosechas lo que siembras y obtienes exactamente aquello por lo que pagas.
Pero muy a menudo nos enfrentamos a una situación que no es de nuestra elaboración ni está bajo nuestro control. Algo que parecía tan fácilmente a nuestro alcance, se mantiene incomprensiblemente escurridizo, mientras que otra cosa desafía todos nuestros esfuerzos por evitarla. En esos momentos nos damos cuenta de que en nuestras vidas hay una dimensión en la que no somos sino receptores pasivos de lo que se nos confiere desde lo Alto.
Y luego están aquellos aspectos de nuestra personalidad y experiencia que no pertenecen a ninguno de los mencionados; no son ganados ni son otorgados. Cosas -tales como el amor a nuestros hijos, nuestro deseo de vida, nuestra búsqueda de significado y propósito, nuestro compromiso con Di-s, que simplemente no podrían ser de otra manera. Cosas que son parte integral de quiénes y qué somos.
En el cuadragésimo año luego de su éxodo de Egipto, cuando el pueblo judío se disponía a entrar y tomar posesión de la Tierra Santa, Di-s instruyó que dos diferentes -de hecho conflictivos- criterios se emplearan para repartir la tierra entre las tribus y familias de la recién nacida nación.
Por un lado, debía ser una división racional, con la parte de cada familia planeada conforme su número – “al más numeroso aumentarás… y a los menos disminuirás”. Por otra parte, cuando se trató de determinar qué parte de la tierra debía darse a qué tribu, se echaron suertes.
El sorteo es la antítesis de la lógica y la razón: “Por decreto del sorteo se dividirá cada hacienda [tribal], sean muchos o pocos”
Después de los milagros del Éxodo y su milagrosa existencia en el desierto, el pueblo de Israel estaba ingresando ahora a una fase más natural de su historia; estaba por radicarse en la tierra, trabajar su suelo, y establecer las instituciones comerciales y sociales de una entidad geopolítica. No obstante, como resaltó el sorteo, perduró una dimensión supranacional de su existencia, un aspecto de Providencia Divina que no puede definirse o explicarse, sobre su destino.
Herencia
Además de “porción” (jélek) y “sorteo” (goral), la Torá emplea también un tercer término para describir a Israel tomando posesión del país. “Yo os traeré a la tierra”, promete Di-s a Moshé en Egipto, “…y Yo os la daré a vosotros como herencia”1. En ésta y numerosas otras ocasiones, Di-s Se refiere a la Tierra Santa como la Ierusha, “herencia”, de Israel.
La racional “porción” y el suprarracional “sorteo” tienen una cosa en común: ambos describen la adquisición de algo (en nuestro caso, una parcela de tierra) que el adquirente no poseyó anteriormente.
“Herencia”, por otra parte, no es la adquisición de algo sino la afirmación de un derecho natal; la hacienda no llega a manos del heredero porque él la haya ganado o porque le fuera otorgada, sino a causa de quién es él.
De hecho, según la ley de la Torá, una herencia no constituye un cambio de titularidad, sino una extensión de la titularidad del padre2.
En otras palabras, en nuestra tenencia de la Tierra Santa hay tres dimensiones:
Cada uno de nosotros posee una “porción” en ella, una parcela que refleja nuestras fortalezas cualitativas y cuantitativas.
También se nos ha otorgado un “sorteo”, una parte suprarracional, incuantificable.
Pero también es nuestra “herencia”, implicando un nexo integral esencial con lo que somos, más que con lo que hemos logrado o se nos ha dado.
Tierra privada
Estos tres niveles de relación no incumben solamente a nuestra pertenencia de la Tierra Santa, sino a cada área de la vida.
Todos y cada uno de nosotros posee una “parcela en el mundo”, nuestra propia porción de recursos de la tierra y nuestra esfera personal de influencia en la sociedad. Es nuestra misión en la vida desarrollar esta parcela individual y convertirla en “Tierra Santa”, insuflar santidad y Divinidad en aquella parte de la Creación hacia la que se extiende nuestra influencia. Al hacerlo, somos orientados por una lógica repartición de papeles, por un suprarracional “echado de suertes”, y por nuestro “patrimonio”, las cualidades integrales de nuestra identidad misma.
En el nivel racional, los talentos, aptitudes y oportunidades que dan forma a la vida de la persona delinean el rol que la Providencia Divina le ha asignado. En consecuencia, encuentra su lugar en el propósito global de Di-s en la Creación como un erudito o comerciante, un artista u obrero, un científico o un político. Aquí se aplica el principio de “a los más numerosos aumentarás, y a los menos disminuirás”; la vida se mide en términos de los logros de la persona.
Pero luego hay muchos aspectos de la vida que desafían el análisis racional; las circunstancias, sucesos y experiencias que “se abaten” sobre la persona de una manera aparentemente aleatoria y arbitraria. El mérito y el valor no juegan ningún rol; ésta es una hacienda dispensada “por el decreto del sorteo… sean muchos o pocos”
La persona los confundirá frecuentemente con “casualidad”. Pero los así llamados aleatorios avatares del destino no son menos la mano de la Providencia Divina que el lado racional de la vida. Por el contrario: El “echado de suertes” por parte de Di-s expresa un elemento más profundo de Su involucración en los asuntos del hombre, una involucración que es demasiado excelsa como para ser capturada por cualquier fórmula lógica, como para que nuestros ojos terrenales puedan percibirla sólo como un “arbitrario” sorteo. Estos son dones demasiado potentes como para aprovecharse con las herramientas convencionales de intelecto e instinto; nosotros sólo podemos abrirnos a sus posibilidades y hacernos receptivos a sus inesperadas gratificaciones.
Finalmente, cada uno de nosotros tiene esos momentos de la vida en los que se afirma nuestra esencia misma. Momentos en los que somos impulsados no por nuestra razón y talentos, ni por las fuerzas trascendentes que hacen impacto en nuestras vidas, sino por nuestro ser más profundo, más esencial: un ser que es una misma cosa con su Fuente Suprema.
La vida es la suma de estos tres elementos.
Vivir es desarrollar y perfeccionar las propias facultades racionales. Es ser receptivo a los misterios de la vida, aprender a reconocer y responder a las oportunidades implícitas en los giros más esotéricos del destino. Y vivir es estar armonizado con el núcleo de verdad en la médula de la propia alma, al propio patrimonio como hijo de Di-s.
Basado en Likutéi Sijot, Vol. XXVIII, pags. 176-181
Notas:
1.Exodo 6.8.2. Véase Talmud, Bavá Batrá 159a; Responsa Tzofnat Paaneaj, cap. 118; ibid., Miluím 13a.