Cuando nos encontramos con algo nuevo, algo que enciende nuestra imaginación o nos inspira, nos emocionamos. Nos lanzamos. Nos volvemos entusiastas, incluso fanáticos, con ganas de saberlo, hacer y compartirlo todo.
Por ejemplo, si descubrimos los placeres del ajedrez, o nos volvemos fanáticos de un escritor, o nos interesamos en un deporte, o nos dedicamos a la jardinería, o nos interesamos en la cocina vegana, compramos libros, navegamos por la web, estamos en redes sociales, y reclutamos amigos, familiares, vecinos.
Y luego, con el tiempo, nuestra energía y entusiasmo disminuyen. Seguimos interesados e involucrados, pero nuestra actividad adquiere cierto tono mecánico. No queremos que sea así. Queremos el entusiasmo porque la actividad todavía nos interesa, tiene valor y significado para nosotros.
Este mismo sentimiento y proceso, se aplica a nuestro importante encuentro con el judaísmo. Cuando nos encontramos por primera vez con una mitzvá (mandamiento), o un tema o maestro inspirador de la Torá, nuestra energía y entusiasmo no conocen límites, ya que estamos sedientos de la experiencia. Y luego, después de un tiempo, aunque la experiencia es una parte tan importante de nosotros que ni siquiera se nos ocurre detenernos, nos preguntamos dónde está esa maravilla que nos puso en marcha. ¿Debemos experimentar un entusiasmo aburrido? ¿La inspiración solo es buena para comenzar, y luego todo es solo rutina?
Rabi Aarón de Karlin ofreció una parábola para explicar la situación. Un rico comerciante decidió ayudar a dos personas pobres de su ciudad. Dio a cada uno 5.000 rublos con la condición de que se reembolsara en cinco años. El primer indigente salió inmediatamente y compró una casa nueva y elegante, ropa nueva para su familia, y un coche caro. Vivió bien hasta que se le acabó el dinero.
Al final de los cinco años regresó al comerciante, confiado en que obtendría un nuevo préstamo, o al menos una extensión del que había recibido. El comerciante estaba furioso. “Ha abusado del préstamo”, dijo, “desperdiciando la oportunidad y los recursos que le proporcioné. El préstamo debe ser reembolsado”
El segundo pobre compró solo lo necesario y con precaución. Se llevó el resto y, después de investigar un poco, invirtió en un negocio que se sentía competente para dirigir. A medida que el negocio comenzó a crecer, apartó parte de las ganancias como reembolso del préstamo. Él y su familia trabajaron duro, apreciando el préstamo. De manera lenta pero segura, fue capaz de apartar lo suficiente para poder pagar el préstamo. Su negocio también creció, por lo que él y su familia ya no eran pobres y vivían modesta pero cómodamente.
Al cabo de cinco años fue al comerciante y, después de agradecerle profusamente el empréstito, le explicó cómo lo había utilizado y le devolvió el dinero. “Guárdalo como regalo”, dijo el comerciante, “porque has invetido sabiamente y no puede haber un mejor uso de mi dinero”. La lección es clara: debemos interiorizar esa inspiración inicial, invertirla, asimilarla en nuestro propio ser para que, cuando la necesitemos, podamos encontrarla, dentro de nosotros mismos.