Birkat HaMazón, el agradecimiento después de las comidas

“La Reina del Shabat vendrá realmente hasta India”? preguntó la pequeña Miriam de seis años, con sus ojos profundos y jubilosos llenos de preguntas…

“Si tenemos todo listo para ella, seguramente vendrá”, contesté esperanzadamente. Empezamos a hacer jalá, amasando la masa en la mesa de madera. Miriam quiere hacer el trenzado, y ella es la que se acuerda de separar una porción para Di-s.

Ella trenza una jalá chiquita para su muñeca y me cuenta que Di-s tomará todos los pedazos de jalá y los convertirá en una gran jalá para la comida de Shabat de los ángeles.

Las llevamos afuera bajo el sol abrasador de nuestro prolongado verano indio – esperando al Monzón, rezando para que venga pronto este año y se lleve el hambre. 

Todos estamos ansiosos.

Después de la cena siento una gran necesidad de decir el Birkat HaMazón (agradecimiento después de las comidas).

El Birkat HaMazón siempre me había parecido muy engorroso hasta que llegué a la India. Desde ese momento, la experiencia de estar satisfecha después de una comida siempre me produce un sentimiento de culpa, consciente de los millones que viven aquí y nunca están llenos.

Parecía requerir algún acto de voluntad en mi parte para expiar esta culpa, y la idea de elevar cada comida a lo sagrado, naturalmente me hizo pensar en el Birkat HaMazón, que asumió una nueva y trascendental importancia en el contexto de mi vida aquí.

Aun así, todavía no estaba satisfecho de cómo empieza con la alabanza “Quien sostiene y nutre a todas Sus creaciones” con el regalo del alimento, y llevando la súplica hacia el cuidado especial para la Casa de Israel. Mientras rezo, sé que todo no está ni mantenido ni nutrido aquí, donde yo como furtivamente puertas adentro. Sé que la rica abundancia rica de G-d permanece atada herméticamente a los puños de unos pocos, mientras el manso y callado sufre y no se atreve a hacer ninguna pregunta.

Anhelo que “Tu Pueblo” extienda su mano e invite en su plegaria a los niños valientes y silenciosos de la India que viven en la miseria perpetua y desesperada desde su nacimiento hasta la muerte y nunca se llenan de comida. Sé que Di-s no tiene la culpa, y no hay ninguna razón para dejar de alabarlo. Así que yo expío mi culpa en la plegaria, y esto me lleva a un nuevo tipo de inquietud persistente.

En los últimos días, empecé a dar las pocas sobras de pan a los mendigos, envolviéndolos meticulosamente en plástico y depositándolas con cierta incertidumbre en manos siempre extendidas que me siguen cada día por todas partes. El mendigo elegido siempre se confunde y se asoma dudoso a través del plástico. Yo me voy rápido y luego volteo para verlo partir un pedazo y masticarlo, primero con vacilación y luego con obvio deleite. La alegría que me envuelve cuando miro a una mujer u hombre con harapos y hambriento comer mi pan es un regalo indescriptible, y yo recibo infinitamente mucho más de lo que doy. En cierto sentido, yo soy el mendigo y él el dador…

Después del desayuno leemos la porción de la semana en mi gran Torá y en la brillante Biblia coloreada para niños de Miriam.

Le leo sobre el milagro del maná. Ella está encantada pero ligeramente confundida por qué Di-s no ha enviado algo de maná aquí para los niños hambrientos de la India. Sigo leyendo, y el problema del hambre y el pan me siguen incluso hasta aquí. Me atormenta dondequiera que me mueva. Nos enseñan que en el cruce del Mar Rojo incluso la sirvienta más humilde vio la Presencia Divina más claramente que el más grande de los profetas que vinieron después. Sin embargo, vemos que unos días de sed y hambre casi hacen olvidar a las personas lo que habían presenciado.

“Mejor ser esclavos en Egipto que perecer aquí en el desierto por falta de comida”, clamaban de hambre “los elegidos”. ¿Qué esperanza hay para nosotros?, me pregunto, ¿hay alguien que pueda ayudarme a través de este laberinto de oscuros pensamientos?

Esa noche, cuando Miriam vino a anunciarme que había encontrado las tres primeras estrellas, yo hice Havdalá para los niños y para mí. Mientras titubeante cantaba las antiguas palabras de la bendición que separa el séptimo día del resto de los días, nuestro Shabat llegaba calladamente a su fin. La dulces y preciosas hierbas de Modiin, apresuradamente empacadas por mi amiga Emuna, pero todavía frescas, nos unió con otros judíos lejos de aquí.

La promesa del Mashiaj estaba alrededor de nosotros. Emergió con la urgencia particular como el incienso de sándalo que lanza su fuerte y profunda fragancia, a través de nuestra casa pequeña y a través de las ventanas abiertas, hasta que se funde con la profusión alegre del jazmín y el aire de tristeza que se expande como una manta andrajosa, estrellada sobre nuestro pueblo del sur indio, llevándonos hacia otra semana de lucha y esperanza.

La inminente venida del Mashiaj se ha vuelto muy real para mí desde que vine a la India. Lo que una vez fue símbolo de un adorno poético un concepto religioso, se ha transformado en una real espera, con la fe perfecta en un evento inminente. Parecía bastante natural e inevitable que la redención viniera de algún modo, algún día, aquí, donde tanto se la necesita.

Estoy llena de admiración y sorprendida del callado sufrimiento; las masas sumisas de la India que continúan sus febriles vidas sin pensar en alguna esperanza, alguna vindicación. La alarma y el desánimo por lo que veía aquí, había crecido en mí hasta que se volvió un lamento urgente y doloroso de anhelo del Mashiaj para que llegue y transforme la interminable miseria y oscuridad, en luz y alegría.

Cada vez con más las palabras de Maimónides surgen de mis labios: ““Creo con fe perfecta en la venida del Mashiaj” y más fuertemente, “y aún si él tardara en venir, a pesar de ello, cada día continuaré esperándolo cada día”.

Wendy Dickstein

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